Ahí estaba, reluciente, casi imposible ojo de tigre que miraba fijo y hacía correr un estremecimiento por la piel. Rodeado de otros mil ojos era el único que importaba, el único que hacía poner los pelos de punta, que hacía secar la boca y sentir ese cosquilleo que casi se parecía al miedo.

Desde el primer momento se llamó así, “el ojo del tigre”. Y ahí estaba, como esperando la repetida visita del Negro, que pasaba mañana y tarde para mirarlo una y otra vez, entre las bolitas de ese infinito frasco que guardaba los sueños de los chicos.


Las bolitas eran azules, verdes, rojas, amarillas, de colores mezclados, las más increíbles combinaciones que uno pudiera imaginar.

Atilio, el Negro, Miguel, todos los chicos pasaban algunos de sus mejores momentos con las narices pegadas a la vidriera, mirando el frasco de bolitas. Cada uno elegía esta y esta y aquella otra en una imposible elección porque todas eran hermosas. Y la más hermosa era esa roja con vetas verdes y blancas, hasta que se miraba la azul con tonos más claros y oscuros. Y los ojos solos saltaban al marrón y naranja que daba una sensación de movimiento o al amarillo limón que podía comerse como un caramelo. Y entonces comenzaban a cambiar los sabores, y del gusto a frutilla se pasaba a la menta, al sabor a naranja o al más ácido del limón y al más suave del dulce de leche. Y el olor de las frutillas se mezclaba con el olor de la menta, de las mandarinas, de las naranjas.

No era nada fácil decidirse por una o por otra.

–Para mí, tienen que ser todas –dijo Miguel sin poder elegir.

–Me gustaría ser el hombre invisible –dijo Atilio–. Me llenaría los bolsillos de bolitas y saldría corriendo.

–Que no se lleve la mía –murmuró el Negro pensando en el hombre invisible.

–¿Qué? –preguntó Atilio.

–No, nada… Pensaba nomás.

–Bueno –dijo Miguel–, me decido y basta. Tengo plata para una sola. ¿Ustedes tienen?

–Yo sí –dijo Atilio–. Para una. ¿Vos Negro?

El Negro metió las manos en los bolsillos del pantalón y los sacó para afuera. Se encogió de hombros y volvió a meter los bolsillos.


Entraron juntos, como con miedo por tanta responsabilidad de tener que decidirse por una sola bolita.

–¡Que no elijan el ojo del tigre! –pensaba el Negro como en un ruego.

El hombre los atendió con paciencia. De sobra conocía esos compradores que lo hacían perder una hora para comprar una bolita. Pero mientras no hubiera otros clientes… Y él también había sido chico…

Dieron vueltas y más vueltas poniendo las bolitas de a dos o de a tres juntas en la palma de la mano. Compararon una y otra vez, opinaron todos, discutieron, y al final, después de las últimas indecisiones, Atilio y Miguel apartaron una piedra de luz cada uno.


Entregaron sus monedas y con una última mirada al frasco, como para constatar que no se habían equivocado, salieron a la calle.

–¡Eh, muchacho! –dijo el hombre llamando al Negro que iba atrás–. ¿Y vos?

–¿Yo qué?

–¿No vas a llevar ninguna?

–No, señor, hoy no.

–Vení, te regalo una. Pero con una condición, no estés una hora como tus amigos para elegir.

El Negro sintió las piernas flojas, la boca se le secó mientras se acercaba al mostrador con los ojos clavados en el frasco de vidrio. Él no tendría ningún problema en elegir. Sabía cuál era la mejor.

Dentro del frasco brillaban los colores, pero ahora el ojo del tigre no estaba. Hizo girar el frasco hasta dar la vuelta completa.
Como con burla lo miraban infinitos ojos rojos, azules, verdes, ojos que se continuaban uno al lado del otro y que eran hermosos, todos eran hermosos, pero al Negro no le importaban.
Lo único que le importaba era encontrar el ojo del tigre y que no tenía tiempo para revolver todo el frasco de bolitas. Ahí, en algún lugar secreto, se había escondido justo en el momento que más necesitaba verlo.

El Negro sintió que el tiempo se le iba, que el trato era meter la mano y sacar una, que no tenía derecho a molestar a ese señor que había dicho “con una condición…”.
Sintió bronca contra un destino que le tiraba tantas piedritas, sintió que podía sacar cualquier otra bolita, todas eran hermosas. Pero él no quería cualquier bolita.

–¿Y? –preguntó el hombre.

Fue amable, pero el Negro entendió que su tiempo estaba vencido.

–¿Puedo meter la mano? –preguntó con una voz que parecía rendirse.

–Claro –dijo el hombre.

El Negro hundió los dedos en una última jugada al azar haciendo la apuesta más grande del mundo. Tocó suavemente, casi sin respirar, esa oscuridad del centro del frasco, rozando con las yemas los escondidos soles de colores.
Tomó uno, como si tomara el destino, y sacó la mano apretando una bolita entre los dedos. Miró sin creer lo que estaba viendo.

El hombre alzó el frasco y lo puso otra vez en la vidriera.

–Chau, muchacho –dijo.

–Gracias, señor –dijo el Negro–, muchas gracias.

Salió caminando despacio, mirando el ojo del tigre que echaba luces en la palma de su mano.
El corazón le hacía un ruido que le llegaba hasta los pies.

–¡Mirá que sos suertudo, Negro! –dijo Atilio.

–Te estuvimos mirando por la vidriera –dijo Miguel–. ¡Si te hubieras visto la cara!

La cara del Negro se fue haciendo una pura sonrisa. Le brillaron los dientes. Comenzó a caminar sin decir nada.

Esa tarde la puntería del Negro ganó las aclamaciones de los chicos. No había dudas, era casi mágico ese ojo del tigre al que todos querían mirar de cerca y tocar.

Cuando las llamadas de las mamás marcaron la hora de entrar, los bolsillos del Negro estaban llenos de bolitas ganadas, y las miradas de los chicos mezclaban envidia y admiración. El Negro llegó a su casa flotando en una nube.

Se sacudió las piernas llenas de tierra y se limpió las manos en los pantalones antes de entrar. La mamá del Negro lo miró de pies a cabeza y el Negro fue corriendo a lavarse, sin ninguna protesta.

Hizo los deberes, hizo dos mandados, comió sin hablar con la boca llena, no les quitó nada de postre a sus hermanos, y hasta dejó que todos mirasen y tocasen el ojo del tigre. Su papá mostró todavía más entusiasmo que sus hermanos, lo que lo llenó de orgullo.

–A mí me hubiera gustado tener una bolita así –dijo.

A la hora de dormir se lavó las manos, los dientes, la cara. Sin protestar.

Esa noche el Negro soñó los sueños más hermosos. Soñó que volaba, y hacía mucho que no soñaba con esos vuelos tan suaves después del primer esfuerzo en partir.

Soñó que remaba en una canoa con la Cecilia y que la Cecilia cantaba guaranias para él. Y hacía mucho que no remaba y la Cecilia nunca le había cantado una guarania.

Soñó que corría montando un potro por un espacio enorme y lleno de luz. Soñó que miraba las estrellas, y las Tres Marías y la Cruz del Sur eran luces que se juntaban con las flores del jacarandá y el vuelo del picaflor.

Soñó que el sol comenzaba a comerse la noche y a dar algo así como una idea del reino perdido. Y entonces se despertó, con un rayo de sol que entraba por la ventana, justo justo para darle en los ojos y despertarlo.

–Pucha que estaban lindos los sueños –dijo–. Así da gusto dormir.

Sacó el ojo del tigre de debajo de la almohada. Lo hizo girar lentamente entre los dedos, como para no dejarlo nunca.
Pero todavía faltaba lo más importante. Ahora sí que iba a ser el día… No había sido fácil decidirse. Ese ojo del tigre era una cosa única, estaba seguro de que no existía en el mundo nada igual.

Se preparó para ir a la escuela. Temprano, con tiempo de sobra, tomó el desayuno.

–Estás contento, Negro –dijo la mamá del Negro–. ¿Qué te pasa?

–Debe estar planeando alguna de sus barrabasadas –dijo el papá del Negro.

–Y… un poco las dos cosas –dijo el Negro.

Cuando llegó a la escuela solo había algunas chicas. Ya se sabe que las mujeres siempre llegan temprano a la escuela.

Con las manos en los bolsillos se acercó adonde estaba la Cecilia.
Sacó la mano cerrada y, como de paso, dijo:

–Tomá Cecilia, es para vos.

Los bolsillos del Negro quedaron vacíos, llenos de bolitas de todos colores, pero vacíos, ahora que ya no era más el dueño del ojo del tigre. Y le resultaba raro tener los bolsillos tan vacíos pero la boca y los ojos tan llenos de ganas de reír.





FIN





“El ojo del tigre” en "Todos los juegos el juego"
© Gustavo Roldán, 1991
© Ediciones Santillana S.A, 2014
Ilustraciones: © Ernesto Navarro Moreno


FICHA TÉCNICA
TÍTULO: Todos los juegos el juego
AUTOR: Gustavo Roldán
ILUSTRADOR: Daniel Roldán
EDITORIAL: Alfaguara
COLECCIÓN: Serie Morada
EDAD: Desde 8 años

CUENTOS QUE INTEGRAN EL LIBRO:
El trompo de palo santo
La bicicleta roja
El ojo del tigre
Un pájaro de papel
El otro lado de la puerta




Colección: ¿Quién apaga las estrellas?
Plan Nacional de Lectura
Ministerio de Educación de la Nación
www.planlectura.educ.ar
República Argentina, mayo de 2014




Con el objetivo de afianzar la escritura como herramienta para crear nuevos universos ficcionales el Espacio Cultural Nuestros Hijos (ECuNHi) y el Ministerio de Educación llevaron adelante estos Concursos Nacionales de Cuentos, dirigidos a chicos de 8 a 13 años.

Contenido:
PALABRAS INTRODUCTORIAS
HOMENAJE A GUSTAVO ROLDÁN
EL OJO DEL TIGRE - Gustavo Roldán
EL HOMBRECITO VERDE Y SU PÁJARO - Laura Devetach
LOS DUELISTAS - Ema Wolf
LA BOCA DEL LEÓN - Ricardo Mariño
CUENTOS PREMIADOS


Visto y leído en:
1º CONCURSO QUIÉN APAGA LAS ESTRELLAS (Published on Oct 29, 2015)
Plan Nacional de Lectura Ministerio de Educación
https://issuu.com/planlectura/docs/00_compilado_concurso_quien_apaga_l_4a6ce487a57560

Gustavo Roldán - Biblioteca Nacional de Maestros
1° Concurso Nacional ¿Quién apaga las estrellas? (PDF)
http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL006192.pdf