"Aspiro a escribir textos donde la cantidad de años que tenga el lector no sea más que un accidente como el verano o la lluvia o el frío."
Me crié en el monte chaqueño, en Fortín Lavalle, cerca del Bermejo, cuando la tierra era plana, la luna se posaba en las copas de los árboles y los cuentos sólo existían alrededor del fogón del asado o en las ruedas del mate.
Después se inventaron los libros. O tal vez antes, pero yo no lo sabía. Solamente sabía muchos cuentos, de ésos que después me enteré que se llamaban populares, que iban pasando de boca en boca y de oreja en oreja. Cuentos del zorro, del tigre, del quirquincho, de Pedro Urdemales, de pícaros y mentirosos, del lobizón y de la luz mala. Claro que esos cuentos nunca eran del todo cuentos, habían sucedido por ahí nomás, en medio del monte, y eran cosas que nadie ponía en duda. Yo tampoco.
Cuando menos lo esperaba me llegó la hora de ir a la escuela y nos fuimos al pueblo.
En los pueblos el tiempo pasa lleno de ocupaciones importantes: se está rodeado de amigos para jugar a las bolitas, remontar barriletes, hacer bailar trompos, jugar a la pelota, andar en bicicleta. Todo eso mientras se van secando las bolitas de barro para la honda. ¿Para la honda? Sí, para la honda. Después el mundo se va agrandando cuando uno conoce los parques de diversiones, el cine y el circo, cosas que el monte suele no tener. Y un día uno pasa por la librería Molina, en Sáenz Peña, y encuentra que hay estantes infinitos llenos de libros, no de ésos de aprender a leer, sino de cuentos y más cuentos y más cuentos.
Y si don Molina lo deja a uno hurgar los estantes, sacar y poner, leer solapas y contratapas, ojear y hojear, sentado en el suelo tras el mostrador, uno comienza a descubrir que por ahí está escondido un mundo más grande y más lleno de maravillas de lo que nadie podía imaginar. No era todo tan fácil, había cada cosa aburrida que ni te cuento. Pero con un poco de suerte y bastante de paciencia aparecían aventuras increíbles, selvas llenas de animales salvajes y mares llenos de piratas, de los buenos y de los malos, con los que navegué corriendo mil peligros. Por suerte con Simbad o con Sandokán siempre logramos salvarnos y triunfar. Nosotros estábamos del lado de los buenos. Gracias, don Molina.
Mi relación con la literatura es continua y amigable. Sobre todo la de lector. Con la escritura a veces nos peleamos, pero eso también forma parte de las buenas relaciones. Aspiro a escribir textos donde la cantidad de años que tenga el lector no sea más que un accidente como el verano o la lluvia o el frío, como eran esos cuentos que relataban los domadores alrededor del fogón, cuando el fuego siempre estaba unido a la palabra.
Creo que los chicos entienden todo y quieren saber de todo. Desconfiar de su capacidad es desconfiar de la inteligencia, de la sensibilidad del otro. Y desconfiar de la capacidad de la palabra es, en última instancia, desconfiar de nosotros mismos. Podemos desconfiar de nosotros mismos pero, si jugamos en serio, las palabras siempre van a alcanzar. Sobre todo lo que hay detrás de las palabras.
Una repetida frase dice que antes los chicos eran grandes lectores. Hoy no. Y la culpa la tiene la televisión. Ojalá fuera así. Habría soluciones mucho más a mano. En este mundo de mercado y capitalismo salvaje que busca destruir las más elementales formas de la solidaridad, que pone los modelos más perversos de mezquindad como formas naturales de la convivencia, la televisión no es sino una herramienta apta para implantar su ideología. Creo que no debemos enojarnos con las herramientas.
¿Que si el libro va a desaparecer? Obviamente no. Esa idea es un invento de los mismos que sostienen la muerte de las ideologías.
Entre idas y vueltas, siempre vuelvo a Huckleberry Finn, Sandokán, todo Jack London, las 1001 noches, La isla del tesoro. Porque esos libros me ayudaron a crecer, a imaginar, a pelear contra los perversos y contra el miedo, a defender la dignidad, a resistir, a volar. Porque me dijeron, antes de que aprendiera nada de política, que era posible cambiar el mundo. Cualquiera que aprenda a volar puede resistir.
Creo que la literatura para chicos es literatura. O debería ser. Los chicos tienen que leer cualquier cosa que se les cruce en el camino, y decidir por su cuenta si les interesa o no, y cambiar o pedir más. Cada uno, solo, y a pesar de las ayudas, irá encontrando el camino de su crecimiento, porque esto también es un problema de soledad. Llevarlos siempre de la mano puede ser demorar etapas o saltearlas de manera arbitraria. Acompañarlos, sí, pero dejando abiertas las puertas para experiencias personales, dejándolas abiertas para ir a jugar.
Después se inventaron los libros. O tal vez antes, pero yo no lo sabía. Solamente sabía muchos cuentos, de ésos que después me enteré que se llamaban populares, que iban pasando de boca en boca y de oreja en oreja. Cuentos del zorro, del tigre, del quirquincho, de Pedro Urdemales, de pícaros y mentirosos, del lobizón y de la luz mala. Claro que esos cuentos nunca eran del todo cuentos, habían sucedido por ahí nomás, en medio del monte, y eran cosas que nadie ponía en duda. Yo tampoco.
Cuando menos lo esperaba me llegó la hora de ir a la escuela y nos fuimos al pueblo.
En los pueblos el tiempo pasa lleno de ocupaciones importantes: se está rodeado de amigos para jugar a las bolitas, remontar barriletes, hacer bailar trompos, jugar a la pelota, andar en bicicleta. Todo eso mientras se van secando las bolitas de barro para la honda. ¿Para la honda? Sí, para la honda. Después el mundo se va agrandando cuando uno conoce los parques de diversiones, el cine y el circo, cosas que el monte suele no tener. Y un día uno pasa por la librería Molina, en Sáenz Peña, y encuentra que hay estantes infinitos llenos de libros, no de ésos de aprender a leer, sino de cuentos y más cuentos y más cuentos.
Y si don Molina lo deja a uno hurgar los estantes, sacar y poner, leer solapas y contratapas, ojear y hojear, sentado en el suelo tras el mostrador, uno comienza a descubrir que por ahí está escondido un mundo más grande y más lleno de maravillas de lo que nadie podía imaginar. No era todo tan fácil, había cada cosa aburrida que ni te cuento. Pero con un poco de suerte y bastante de paciencia aparecían aventuras increíbles, selvas llenas de animales salvajes y mares llenos de piratas, de los buenos y de los malos, con los que navegué corriendo mil peligros. Por suerte con Simbad o con Sandokán siempre logramos salvarnos y triunfar. Nosotros estábamos del lado de los buenos. Gracias, don Molina.
Mi relación con la literatura es continua y amigable. Sobre todo la de lector. Con la escritura a veces nos peleamos, pero eso también forma parte de las buenas relaciones. Aspiro a escribir textos donde la cantidad de años que tenga el lector no sea más que un accidente como el verano o la lluvia o el frío, como eran esos cuentos que relataban los domadores alrededor del fogón, cuando el fuego siempre estaba unido a la palabra.
Creo que los chicos entienden todo y quieren saber de todo. Desconfiar de su capacidad es desconfiar de la inteligencia, de la sensibilidad del otro. Y desconfiar de la capacidad de la palabra es, en última instancia, desconfiar de nosotros mismos. Podemos desconfiar de nosotros mismos pero, si jugamos en serio, las palabras siempre van a alcanzar. Sobre todo lo que hay detrás de las palabras.
Una repetida frase dice que antes los chicos eran grandes lectores. Hoy no. Y la culpa la tiene la televisión. Ojalá fuera así. Habría soluciones mucho más a mano. En este mundo de mercado y capitalismo salvaje que busca destruir las más elementales formas de la solidaridad, que pone los modelos más perversos de mezquindad como formas naturales de la convivencia, la televisión no es sino una herramienta apta para implantar su ideología. Creo que no debemos enojarnos con las herramientas.
¿Que si el libro va a desaparecer? Obviamente no. Esa idea es un invento de los mismos que sostienen la muerte de las ideologías.
Entre idas y vueltas, siempre vuelvo a Huckleberry Finn, Sandokán, todo Jack London, las 1001 noches, La isla del tesoro. Porque esos libros me ayudaron a crecer, a imaginar, a pelear contra los perversos y contra el miedo, a defender la dignidad, a resistir, a volar. Porque me dijeron, antes de que aprendiera nada de política, que era posible cambiar el mundo. Cualquiera que aprenda a volar puede resistir.
Creo que la literatura para chicos es literatura. O debería ser. Los chicos tienen que leer cualquier cosa que se les cruce en el camino, y decidir por su cuenta si les interesa o no, y cambiar o pedir más. Cada uno, solo, y a pesar de las ayudas, irá encontrando el camino de su crecimiento, porque esto también es un problema de soledad. Llevarlos siempre de la mano puede ser demorar etapas o saltearlas de manera arbitraria. Acompañarlos, sí, pero dejando abiertas las puertas para experiencias personales, dejándolas abiertas para ir a jugar.
Gustavo Roldán
Fuente consultada:
Gustavo Roldán - Imaginaria No. 23 - 19 de abril de 2000
http://www.imaginaria.com.ar/02/3/roldan1.htm
Foto ©Nicolás Foong, en Flickr
https://www.flickr.com/photos/nicolasfoong/albums/72157622371124605/with/3971812801/
Gustavo Roldán - Imaginaria No. 23 - 19 de abril de 2000
http://www.imaginaria.com.ar/02/3/roldan1.htm
Foto ©Nicolás Foong, en Flickr
https://www.flickr.com/photos/nicolasfoong/albums/72157622371124605/with/3971812801/