Biblioteca Popular José A. Guisasola




¿Y si uno soñara con una rosa y al despertar encontrara en su mano esa rosa?

Me enteré de que los dragones son capaces de semejante proeza, de que sus sueños son materia, algo que se toca, que permanece, que está, que se siente. Me enteré de que los dragones son los creadores de este mundo, de las cosas que hay en él, me enteré de que soñaron flores y hubo flores, poemas y hubo poemas. De que el sol que sigue a la lluvia es el sueño de un dragón harto de mojarse, de que la lluvia que sigue al sol es el sueño de un dragón que quiere salir a cantar bajo el agua. Y de que las cosas feas de este mundo son pesadillas de dragón, descuidos, quizá por una comida que le cayó mal, o porque tuvo un mal día, porque no jugó con su dragona por ejemplo. Y de que las cosas feas de este mundo se borran como se borran las pesadillas, dándose vuelta en medio del sueño, no prestándoles atención, haciéndolas desaparecer poniendo los sentidos en otro lado.

Y me enteré de que los días negros donde todo sale mal son días en los que un dragón sufre en su sueño sin poder despertarse, por una comida que le cayó mal o porque no jugó con su dragona, que el sol palidece entonces, que sobreviene el eclipse, que vemos todo de un color tétrico, que nada se aclara ante nosotros, que no hay futuro porque el dragón tiene una pena, no sabe qué hacer, dónde pararse, por qué seguir, cómo.

Y también supe que la hora del amor es la hora de los cuentos, porque la palabra es creadora y porque nada existe si no se nombra y porque crear es amor. No lo digo yo, lo dicen los dragones, que por lo general charlan de a dos, que por lo general se sienten bien si son dos y juegan, a crear: se cuentan cosas y las cosas van naciendo a su alrededor. Sin darse cuenta, por ejemplo, crearon al hombre, nombrando cosas, nombrando otras cosas en realidad, poniéndoles nombres a sus ideas, a su imaginación. El hombre fue entonces un descuido de dragón. Como tal, como descuido que es, el hombre no cree en el poder de la palabra, así que piensa que no es suficiente nombrar para que algo nazca. De ahí todos sus problemas: no tiene ni idea del mal que es capaz de hacer por el simple hecho de hablar. O de callarse.

Dragona, dice un dragón, si uno imagina debe atenerse a las consecuencias. Así que una vez creado el hombre, lo dejaron, para que hablara y hablara y sin darse cuenta hiciera y se metiera en sus problemas. O no hiciera nada. Mientras, crearon monos, yacarés, garzas y lagunas. En parte, según dijeron, para poder comparar. Se ve que el hombre, en eso, ya estaba haciendo sus ciudades, sus autos, sus torres, sus escondites.

Y me enteré de que los dragones lloran. Y que cuando lloran no se dejan ver, no quieren que nadie sienta la pena que ellos son capaces de sentir. ¿Lloran acaso por sus errores? ¿Lloran acaso por sus elecciones? ¿Lloran acaso por lo que dijeron sin darse cuenta? ¿Lloran acaso por lo que hicieron sin querer hacerlo? Nadie lo sabe. Son cosas de dragones nomás. Lo único que sé es que por el llanto del dragón crecen los ríos, los mares, se agitan las aguas, y que todo puede inundarse. No hay llanto que dure para siempre, pero de algunos puede quedar un recuerdo eterno.

Por suerte, también pude saber que los dragones se divierten bastante seguido. Es más, lo suyo, en esencia, es divertirse, pasarla bien, jugar, bailar, crear, charlar, soñar, asuntos todos bastante parecidos para un dragón, que en suma pueden resumirse en uno solo, para el que no tengo palabras todavía. Lo que más se acerca a todo ello es la usual práctica de a dos que realizan dragón y dragona: el baile de las sombras. A veces el juego empieza de una manera digamos equívoca: cuando la dragona, de buenas a primeras, dice algo como “Quiero pelear dragón”. Entonces empieza un extraño juego de hacerse mal en broma. La pelea es divertida, deja sus marcas, pero es inofensiva. Y terminan bailando, en el cielo, bien arriba, ajenos a todo. Por ejemplo, a las flores que florecen abajo, en el suelo donde ellos hacen sombras.

Y supe además que los dragones no creen en el mañana. Me pregunté entonces si no residiría ahí mismo, en esa desconfianza, su felicidad. No acaparan, por ejemplo, y no acaparar es creo yo, paradójicamente, un reaseguro de la felicidad. Ellos dicen sirenas y lanzan las sirenas a las aguas. Unicornios y aparecen unicornios trotando por ahí. No se guardan nada. No piensan en algo como “A ver… esta palabra la digo mañana, o pasado, o el año que viene”. Ellos tienen ganas de que las cosas sean hoy, siempre. Para ellos el presente es un lugar perpetuo. Y el ayer es, si acaso, algo vivido por otro. Algo que ya no es o que en realidad no fue nunca.

Y como los dragones no guardan nada, se permiten el supremo arte del hallazgo, que a su vez no consiste más que en el supremo arte de la búsqueda. Por ejemplo, los dragones saben que en las montañas hay secretos, esos secretos son tesoros. También existen en las islas desiertas, en el fondo del mar, en las cuevas, entre las flores, bajo los hielos del norte. El dragón busca y busca y encuentra, siempre. Se presume que a veces hace trampa: el dragón dice “allí hay un tesoro” y entonces va y lo encuentra. Pero eso no importa. Lo lindo es salir a buscarlo. Cuando lo encuentra, perlas, piedras preciosas, cosas que brillan, lo muestra a su dragona y después lo tira por ahí, para que otro dragón salga a buscarlo. El tesoro vuelve a ser un secreto, y la búsqueda empieza de nuevo.

Lo mismo les pasa con los rompecabezas. A los dragones les encantan, pero no los terminan nunca. Los empiezan a armar y cuando están a punto de concluirlos ponen una pieza equivocada a propósito. Se auto boicotean. Son sus propios saboteadores. La cuestión es jugar. Saben que si ganan el juego se termina.

Y supe que para los dragones hay un amor, o mejor dicho un gusto, sí, un gusto, inexplicable: el fuego. Arman enormes piras por el placer de encenderlas y ver luego las llamas de colores cambiantes bailar en medio de la nada. Se quedan contemplando y soñando despiertos. Hay algo allí, en los colores, en el brillo, que los atrapa irremediablemente. Tal vez nada más porque es su propia creación. Son vanidosos sin saberlo. No son vanidosos entonces.

Por eso es, justamente, por falta de vanidad, que viven asombrándose. Todo lo que ven les provoca algo, tanto lo que no conocen como lo que se saben de memoria. Siempre hay una mirada nueva en el dragón. La flor que vieron ayer hoy es otra flor, y así, tal vez por culpa del sol, que ayer brillaba menos, o del cielo, que hoy está más azul, por ejemplo, pero no importa: es otra, es distinta, es nueva. En realidad saben todo. Pero enfrentan al mundo como si lo desconocieran.

Creían, por caso, que ellos no tenían forma de dragón, sino de jaguar. O de golondrina. O de lo que les gustara. Hasta que a uno se le ocurrió decir la palabra “espejo”. Y entonces se vieron reflejados en los ríos, en los charcos, en los lagos y cosas así. Se pusieron pues a pensar qué era eso, su propia imagen. Algo que no siempre obedece, pensaron. Y la idea les divirtió tanto que se pusieron más felices que antes, cuando se creían jaguares o golondrinas.

Ah, pero hay un miedo en el dragón: el dragón le teme a su sombra. Es que no hay nada que pueda volar tan alto y tan rápido. Saben que es un miedo tonto, pero igual, por las dudas, tienen sus reparos hacia eso que los acompaña siempre. No vaya a ser que algún día los deje.

Bueno, en realidad hay algo más a lo que el dragón teme: la falta de amor. Lo sé porque conozco la bendición de dragón y también la maldición de dragón. Los dragones son capaces de bendecir y también de maldecir. Para lo primero hablan de la frescura cuando tengas calor y del calor cuando tengas frío, pero que siempre te acompañe el amor, porque sin él te quemarás al fresco y te congelarás frente al fuego. Para lo segundo, para maldecirte, obligan a tus enemigos a apartarse de tu camino, que nunca te falte comida, que no conozcas qué es eso que llaman dolor… pero que no sepas nada del amor. Pueden ser terribles los dragones.

Y sé que las explicaciones en torno al enamoramiento o a cualquier asunto insondable son vanas. Los dragones no piden explicaciones nunca acerca de esto, ni siquiera se lo preguntan a sí mismos. Es que en realidad todas las explicaciones en torno a cualquiera de los hechos o cosas a los que rodea el misterio son habladurías, palabras con las que pasar el tiempo, seguir creando historias, suposiciones. Los dragones saben que sólo basta abrir los ojos para develar ciertas cosas. Quedarse quietos y abrir los ojos. El mundo se descubrirá ante nosotros. Esto también lo sabía Kafka, para quien los dragones eran insectos. Pero no creo que a los dragones les importe.

Pero quizá lo que más me gusta de los dragones es que aman las cosas inútiles. Ven el mundo a través de los agujeros de una hoja seca y esa hoja se transforma para ellos en un objeto de incalculable valor. Escribir es ver el mundo a través de los agujeros de una hoja seca.

El dragón ama las formas. De ahí que se creyera jaguar, por ejemplo, porque el jaguar es bello. No sabe lo que el jaguar significa, lo que el jaguar esconde en sus manchas, pero ama lo que ve a simple vista. No va mucho más allá. El dragón es un artista, no un crítico. El dragón gusta de conversar por el sonido de las palabras, no por lo que éstas dicen. Pregunta por ahí sobre cosas que conoce de sobra, nada más que para escuchar cómo las dice el pájaro, cómo las dice el león. Disfruta de los matices el dragón. Cuando los otros hablan sobre lo que él ya sabe, los deja hablar tranquilos y asiente siempre. Saben que así hablan más. Los escucha y disfruta. De lo que hablan ya sabe, pero la música de las palabras lo sorprende siempre.

Y mientras el dragón canta, charla, baila, sueña, inventa, el hombre, una de sus creaciones, un accidente según él, algo que pasó, sigue en lo suyo, que las más de las veces poco y nada tiene que ver con lo que al dragón le gusta. El jaguar le propuso en repetidas ocasiones al dragón comerse al hombre. Pero el dragón siempre le contesta lo mismo: esa solución es una trampa. Porque es una solución de hombre.

Todo lo que aprendí sobre dragones debo agradecérselo a la infinita gentileza de Gustavo Roldán, escritor chaqueño, carpintero y aprendiz de mago, y de Luis Scafati, dibujante y pintor mendocino. Ambos, el primero con una máquina de escribir, y el segundo con un plumín y tinta china, compusieron en 1997 un libro maravilloso, Dragón. Así de simple, Dragón. Una palabra para crearlo todo.



Dragón, Gustavo Roldán y Luis Scafati, 80 págs.,
1997, Sudamericana, Buenos Aires.


Visto y leído en:
Crítica Creación - mayo 5, 2008 / Roberto Giaccaglia
https://criticacreacion.wordpress.com/2008/05/05/todo-lo-que-aprendi-sobre-dragones/
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